domingo, 10 de diciembre de 2017

Romanticismo

Fantasías decadentes de almas que se tocan, así es el consuelo residual al que se puede aspirar en tiempos de lluvia sucia y tristezas cada vez más absurdas. Una pequeña droga de andar por dentro, una estrella estereotipada que nos señala como fugaces desde su altura burlona y milenaria.

La dulce boca que a gustar convida
Un humor entre perlas distilado,
Y a no invidiar aquel licor sagrado
Que a Júpiter ministra el garzón de Ida,

Amantes, no toquéis, si queréis vida;
Porque entre un labio y otro colorado
Amor está, de su veneno armado,
Cual entre flor y flor sierpe escondida.

No os engañen las rosas que a la Aurora
Diréis que, aljofaradas y olorosas
Se le cayeron del purpúreo seno;

Manzanas son de Tántalo, y no rosas,
Que pronto huyen del que incitan hora
Y sólo del Amor queda el veneno.


Así seguimos siglos después, sin que la amistad termine de ser digna sustituta de semejantes gilipolleces. No está el problema en la boca, ni en los labios, ni en las rosas. Está la oscuridad en los corazones cerrados como puños a la emoción desnuda en el frío del invierno. Hay que pararse y contemplarnos como un paisaje que, lejos de reflejar los sentimientos, se interpone como distancia. Un horizonte expandido donde solo se escucha una voz más quebrada que alegre, más inquieta que fuerte, y sin embargo valiente a su manera. No hay nada en la vulnerabilidad de lo que haya que avergonzarse, la cuenta pendiente con ella es reconocerla y mimarla, hacerla brillar más que las cenizas que la ahogan. O hacerle sitio, y punto. Las rosas siempre vuelven, está en su naturaleza cíclica florecer una y otra vez.


 

 

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