miércoles, 12 de abril de 2017

Compañers de vida

No resulta fácil encontrar personas que sepan estar con tu parte dañada. Por más pequeña que esta sea, en proporción a todo lo demás que soy (o mejor, que estoy), cuando pide sitio, ocupa sitio. En general, las personas no se presentan a las demás con un libro de instrucciones bajo el brazo. Quizás haya una excepción con algunas personas con diagnósticos psiquiátricos. Creo ser una de ellas, y mi libro de instrucciones se compone de: salida del armario cuanto antes, (para evitar sorpresas), biografía detallada, consejos para diferentes tipos de crisis (implícito en lo anterior), abanico de causas posibles (puntos vulnerables que pueden desencadenarlas), proselitismo del activismo en salud mental, regalo de material publicado, acceso al blog, explicación exhaustiva del concepto de apoyo mutuo... y algún otro ingrediente que se me va de la memoria, porque ya tenemos una edad.

Aún así, a veces no funciona, porque tu parte dañada puede dañar, aunque no quieras. Porque una característica de la aparición del lado dañado, es que siempre interpela al lado dañado del que está enfrente, y ahí se forma el lío padre. No lo interpela por maldad, ni por chantaje emocional, ni por inclinaciones teatrales: lo interpela porque la oportunidad de manifestarse resulta increiblemente atractiva al subconsciente, que es esa región inventada por el señor Freud que suele llevar muy mala vida por exceso de ostracismo. Algunas personas envían hacia esa zona demasiados ingredientes, por no resultar cómodos en otros ámbitos sociales (emociones, dependencias, expectativas, traumas...). Al ser interpelado ese territorio, sobre todo cuando no hay demasiada práctica (por los motivos anteriormente expuestos), se instala una terrible confusión sobre quién hizo daño a quién, y por qué.

Como todo el mundo sabe, el universo de la sexoafectividad acumula dolores, dolorcitos y hostias como pianos. Mantener la calma en ese universo es una tarea heroica. En un mundo que confunde el heroismo con el fútbol, todo esto de lo que hablo es una marcianada. Pero existe, y pasa bastante, además.

Separar a la crisis del conjunto de la persona debería ser el primer esfuerzo comunicativo. Relativizar muchos de los gestos, palabras y exigencias, y resituarlos en su contexto, sería el segundo paso. No insistir en temas sensibles es otro buen consejo, y, resumiendo mucho, dejar que pase el chaparrón ofreciendo compañía sin juzgar es el objetivo último. Lo que se suele considerar desahogarse, aunque las formas resulten un tanto...experimentales (ay, los locos y las vanguardias, qué fijación).

Hay personas que, cuando están malitas, revueltas, dañadas, o como se le quiera llamar, prefieren estar solas o, también, no ponerse a tiro de cualquiera. Hay personas que se empeñan en estar aunque la otra persona no desee que estén, y acaban estando por insistencia. Tiene que ver con el orgullo, o con lo que se supone que se espera de ellas, o con razones ocultas que se me escapan, y en las que prefiero no pensar. Hay personas que no quieren estar, por pereza, por miedo, o por honestidad de reconocer que no saben, y entonces mejor no, por si en lugar de ayudar lo hiciesen peor. Esta última actitud, el no querer estar por reconocer que no se sabe, a veces duele, pero a la larga se agradece. Y luego están las que, aún pidiéndoles que no estén, aún sabiendo ambos que no saben, y que pueden hacerlo peor, ahí las tienes alimentando profecías autocumplidas.

Vamos ahora con el post.

Después de la crisis, llegan los recursos de compensación. Dependiendo de cómo haya ido, o más bien de con quién haya ido, son de un tipo o de otro. Con ls compañers de vida, continúa el acompañamiento. Te acompañan en la crisis y te acompañan en la bajada, para que sea suave. Te acompañan en la celebración de tu vuelta, y siguen queriéndote exactamente igual. Porque saben que no es maldad, ni chantaje emocional, ni teatro. Saben exactamente lo que es: sufrimiento. Afortunadamente también saben que es temporal, que tiene fin, porque en ningún momento pierden de vista ni el conjunto, ni el contexto, ni quién soy al margen de mi sufrimiento, (o quizás a pesar de él).

Con los que lo hacen peor, no hay nada. O quizás sí: sospecha, alejamiento... Todo disculpable por mí, en su contexto. Porque después, afortunadamente, ya puedo permitirme ese lujo. Lástima que no haya nada que celebrar, por ese lado. Me queda siempre esa pena, y junto a ella una esperanza que de vez en cuando demuestra no ser del todo fantasiosa.

A mis compañers de vida nunca me canso de quererles y agradecerles su existencia, de las torpes maneras que se me ocurren. Gracias a ells nunca he dejado de quererme en serio, aunque por momentos pueda parecer lo contrario. Toda la vida por delante para celebrar.

lunes, 10 de abril de 2017

El estrés de las minorías

Esta semana he aprendido que, en psicología, existe este concepto. Pues mira, yo me alegro de que alguna corriente psicológica decida no mirar para otro lado ante este hecho.

A mí, por ejemplo, me pasa. Me duele estar en el armario, en los contextos en los que lo estoy. Me duele tener que esconder partes de mí de las que no me avergüenzo en absoluto, pero de las que si se avergüenzan (o simplemente temen, o odian, o todo a la vez) otras personas con poder para hacerme la vida imposible, si quisiesen. Nunca sé donde están, nunca sé lo cerca que pueden estar de mí. Así que hay una parte de mí que está en el armario, en determinados contextos (laboral, por ejemplo).

Y eso me genera estrés, que se añade al estrés normal que siente cualquier persona solo por vivir en este mundo. Cualquier persona que no pertenezca a ninguna minoría. Cualquier persona blanca, heterosexual, masculina, económicamente bien situada, sin ningún diagnóstico ni discapacidad. Cualquier persona que, no perteneciendo a ninguna minoría, tiene dolores, cansancios, tristezas enquistadas, que sufre acoso, o precariedad, o miedos de cualquier tipo.

Así que, cuando estoy de vacaciones, en lugar de estar completamente contenta, en lugar de estar todo lo contenta que podría y debería estar, tengo que reservar un espacio para que el estrés de las minorías pueda manifestarse. Un espacio mío, íntimo, a salvo de desconocidos, robado a las vacaciones, en el que pueda sentir esta especie de rabia sorda, sin causa ni objeto concreto, que me hace temblar. Que no identifico en un primer momento porque viene sin avisar, pero que me quita el sueño, me confunde en relación a sus causas, me precipita hacia una parte de mí que pide sitio para existir en paz., aunque su forma de llegar no aparente paz, sino todo lo contrario. Pide sitio para existir sin pedir permiso ni pedir perdón. Hoy que por fin la he reconocido, solo tengo ganas de abrazarla, y decirle que es buena, que es lista, que es importante.